El Libro Blanco sobre la política de competencia: una reforma esencial para el bienestar económico

Este artículo de Jaime Folguera fue publicado el 17 de abril de 2005 en El País

18 de abril de 2005

El Libro Blanco para la Reforma del sistema de defensa de la competencia ha abierto un debate de gran trascendencia para la eficacia de un norma esencial en nuestro sistema económico. La Ley de Defensa de la Competencia de 1989 y sus sucesivas reformas parciales han acreditado ser una palanca esencial para el funcionamiento adecuado de los mercados y la modernización de nuestro sistema productivo. Pero también han revelado ciertas deficiencias y debilidades que condicionan negativamente la asignación de recursos y la determinación de los precios mediante las reglas de mercado, la satisfacción de las necesidades de los consumidores y el impulso de las empresas más competitivas.

El debate abierto por el Libro Blanco ha permitido a empresas, asociaciones empresariales, profesionales y académicos expresar sus puntos de vista respecto de los puntos esenciales de la reforma y contrastarlos con su experiencia práctica en la aplicación de las normas antitrust en España. Es de esperar que estas propuestas sean muy tenidas en cuenta por el Gobierno en la redacción del anteproyecto de ley que someterá al Parlamento.

Las propuestas del Libro Blanco parecen llenas de sensatez. La creación de un organismo único e independiente, la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia, dotada de medios y de instrumentos legales para realizar sus funciones sólo puede ser bienvenida. La actual estructura institucional ha cumplido su papel. Sin embargo, ha llevado aparejada en ocasiones, una duplicidad de instancias y una ineficiencia en la utilización de los recursos públicos que deben evitarse. Y es imprescindible que la opción que finalmente se adopte mantenga una clara separación entre las funciones de instrucción y resolución en garantía de un principio elemental de seguridad jurídica y de los derechos de defensa de las empresas interesadas en los expedientes de la Comisión.

Junto a ello debe resaltarse la bondad de otra de las propuestas contenidas en el Libro Blanco: la incorporación del Parlamento en el proceso de nombramiento de los miembros de la Comisión. El debate previo en la Comisión de Economía del Congreso de los Diputados aporta una mayor transparencia en estos nombramientos. La intervención del legislativo supone un control político plural en el nombramiento que puede contribuir precisamente a evitar una influencia gubernamental en el ejercicio de las funciones de los nombrados. En resumen: una iniciativa a trasladar a otros organismos del Estado.

Otro aspecto institucional destacable es el relativo a la coordinación con los órganos regulatorios sectoriales (CNE, CMT, entre otros). Tal propuesta merece una valoración positiva pero debe partir de la atribución a la Comisión, con toda claridad y sin reservas, de competencias plenas y exclusivas para la aplicación de las normas antitrust. Sin perjuicio de las funciones que puedan tener atribuidas las Comunidades Autónomas, las funciones de la Comisión no pueden ni deben verse mermadas por la existencia de potestades compartidas con los órganos sectoriales regulatorios. La colaboración prevista por el Libro Blanco es sin duda deseable, pero no debe empañar una regla básica: las normas de competencia no deben ser aplicadas por los órganos sectoriales. No pueden ni debe reproducirse situaciones criticables (como es el caso del Banco de Italia) en las que la intervención de organismos sectoriales produce efectos indeseables de distorsión en los mercados o de restricción del acceso de nuevos agentes.

También se verá alterada la función del juez en la protección de la competencia en los mercados. La actual situación es rechazable y justifica por sí sola una reforma. El juez tiene en nuestro sistema constitucional la responsabilidad de velar por la aplicación de la ley y el derecho. Pero la Ley de 1989 excluye la aplicación esta Ley por los jueces ordinarios en los contenciosos entre particulares. Por este motivo, la tutela judicial de intereses plenamente legítimos (asegurar que los mercados no se ven distorsionados y que consumidores  y empresas no se ven perjudicadas por esa distorsión) dista mucho de ser efectiva. El levantamiento de la barrera actual facultará a los jueces para cumplir esa función constitucional en la aplicación de las normas. Paralelamente se hace igualmente necesario que cuanto antes y de manera clara, queden delimitados los papeles del juez civil y del juez mercantil, para evitar que esta reforma quede privada de efectos positivos al condenar a los perjudicados por cárteles o abusos de poder de mercado a contenciosos interminables por la remisión de los asuntos de un juzgado a otro.

La reforma viene también impuesta por las modificaciones introducidas en el ámbito comunitario por las normas que conforman el paquete normativo conocido como “la modernización del Derecho Comunitario de la Competencia”, que entró en vigor el 1 de mayo de 2004. El Gobierno deberá examinar con mucha atención cuál ha sido la experiencia adquirida en los escasos meses de funcionamiento del nuevo sistema comunitario, para no incurrir en los problemas prácticos que ha suscitado este sistema. En particular, será necesario establecer mecanismos que eviten que la eliminación de la tutela que hoy proporciona a las empresas la Ley de 1989 mediante el sistema de autorización singular de acuerdos restrictivos con efectos positivos para el sistema económico, prive a las empresas del mínimo de seguridad jurídica imprescindible en el tráfico mercantil.

El Libro Blanco contempla también la posibilidad de introducir un sistema de protección del “arrepentimiento” de empresas partícipes en acuerdos colectivos relativos al reparto de mercado o fijación de precios, alineándose con los existentes en el ámbito comunitario y en los países de nuestro entorno. En estas breves líneas sólo puede recordarse aquí que las soluciones adoptadas en la Unión Europea y en los diferentes Estados miembros no siempre son convergentes. Al diseñar un mecanismo legal de esta clase se impone, pues, una ponderación muy cautelosa de estas soluciones y de las implicaciones derivadas de la aplicación de los principios de igualdad y de prohibición de la actuación arbitraria de la Administración.

Por último, merece también respaldo que el control de las concentraciones económicas se encomiende a la Comisión. El Tribunal Supremo ya ha delimitado el margen de discrecionalidad del Gobierno para desviarse de la opinión de las autoridades de competencia. La reforma supondrá un paso adelante en esta dirección, asegurando la transparencia en el análisis de las repercusiones sobre los mercados de una operación de fusión o adquisición. La aprobación o prohibición por parte del Gobierno de operaciones inicialmente prohibidas o autorizadas por la Comisión sólo debería poder realizarse en supuestos muy tasados. Existen sin duda intereses que legitiman plenamente soluciones distintas de las derivadas de las normas de competencia; la garantía de la defensa nacional es un ejemplo de un objetivo de interés público en el que puede y debe basarse un acuerdo del Gobierno discrepante de la decisión de la Comisión. Sin embargo, en ausencia de tales intereses, la decisión relativa al control de las operaciones de concentración debe corresponder en única instancia a las autoridades de competencia.

En resumen, nos encontramos una propuesta de reforma coherente con la experiencia de la Administración y de la mayoría de las empresas y profesionales en la aplicación de la legislación anterior, planteada en el marco de un procedimiento en el que empresas e instituciones han podido hacer oír su voz. La responsabilidad de la bondad de la reforma recae ahora sobre los responsables de la aprobación del texto que finalmente se remita a las Cortes. En sus manos tienen la posibilidad de que la futura Ley responda a los difíciles retos a que se enfrentará nuestra economía en los próximos años. Desearles que acierten es desearnos buena suerte a todos.